El chiste de 1000 #dólares
- Nuria Jiménez
- 31 may 2018
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 1 jun 2018
Hace un tiempo, a la hora de ponerme a escribir texto nuevo, aparecía detrás de mi una especie de presencia con brazos - obviamente todo imaginario, no vayáis a pensar que estoy necesitando medicación, que probablemente sí, pero por otros problemillas-. Esa presencia me agarraba fuerte y me impedía poder si quiera alcanzar un lápiz. Mucho menos llegar a terminar una frase sobre el papel blanco. Lo que en resumen viene a ser un típico #bloqueo #creativo. Nada del otro mundo.
Como esa presencia era indiscutiblemente más fuerte que yo tanto mental como físicamente, lo dejaba estar y me enfocaba en mi siguiente tarea pendiente y súper urgente. Esta podía ser desde cortarme las uñas hasta terminar de ojear el catálogo entero de trajes para mascotas de Ali Express.
Con el paso de las semanas mis chistes nuevos ya no eran nuevos, por lo que dejaba de anotarme a openmics. Los meses pasaban y en los escenarios rotativos me limitaba a hacer quince minutos de mi texto estrella. Con el tiempo, me volvía a anotar a un open porque necesitaba repasar todo el material que no podía meter en esos 15 minutos, lo cual se sentía como si estuviera haciendo texto nuevo, pero sólo era un engaño. La verdad era que llevaba medio año sin escribir una rutina nueva.
La vergüenza me embargaba, porque todos los demás comediantes parecían tan trabajadores y creativos que a mi se me quitaban las ganas hasta de ponerme excusas.
Y la culpa, sobre todo la culpa me hacía hundirme en un lodazal de miseria, autocompasión e inacción. Me decía que si pudiera volvería medio año atrás para recuperar el tiempo perdido. Lo imposible, volver en el tiempo, era lo único que estaba dispuesta a hacer. Porque sentarme a escribir sí que era demasiado trabajo.
En el taller de perfeccionamiento para comediantes de Alejandro Angelini le expuse esta cuestión. Me daba vergüenza llamarlo ‘problema’, problema son otras cosas, para mi era claramente una cuestión de vagancia. Necesitaba que alguien que claramente estaba mejor que yo me diera un tortazo de realidad. Pero su abordaje fue muy distinto al que me esperaba. Él sabía que yo escribía todos los días, pero no podía entender que yo siguiera diciendo que no tenía chistes nuevos. ‘¿Por qué decís que no tenés chistes? Mirá todo lo que tenés escrito acá’ Yo le respondí: ‘Es que lo que no me salen son chistes BUENOS’. Entonces él me respondió:
‘No busques vender el cuadro de 1000 dólares, cuando podrías estar vendiendo muchos de 100’.
Una bruma marinera llenó el estudio, a Ale le creció barba y una pipa apareció entre sus labios. Miró al horizonte, y anticipé que se venía una historia de esas que se me grabarían para siempre.
En sus veintipoco, Ale trabajaba vendiendo reproducciones de cuadros para una franquicia de galerías en Hawai. La comisión que cobraba era directamente proporcional al precio del cuadro. Habiendo obras desde cien hasta mil dólares, mi profe, que era muy vivo, no perdía el tiempo yendo a por el pez pequeño. Él quería vender los cuadros más gordos. Pero un día su jefe se lo llevó a parte y le avisó de que, en pocas palabras, no estaba vendiendo una mierda y le iban a tener que despedir si al finalizar la quincena no mejoraba los números. Su jefe, que también tenía algo de corazón, le dijo ‘Me doy cuenta de que pasas de los clientes que se interesan por los cuadros más baratos. No seas imbécil. Te vale más vender muchos cuadros pequeños, mientras llega el día que vendas -o no- el cuadro de mil dólares’.
Ale, que no tenía más opción, le hizo caso. Empezó a vender cuadritos, cuadros y, con el tiempo, cuadrotes. Olvidarse de los cuadros caros y dejar de parecer desesperado por adjudicarlos funcionó. En unas semanas el jefe le volvió a llamar a parte: Ale era el mejor vendedor de toda la franquicia, por mucho. Se lo rifaban, vamos. No sólo hacía lo que quería con los clientes sino que ahora también lo podía hacer con los jefes. Fin de la historia.
La nuebla se disipó y Ale recuperó su apariencia habitual. Me dijo ‘No te esfuerces tanto por encontrar el chiste de mil dólares. Escribe muchos chistes de mierda, subilos a los open. Quedate con los chistes de 100 dólares. Y seguí escribiendo y probando chistes de mierda, aunque sepas que son de mierda pero de la buena. Porque de entre todos esos chistes, eventualmente aparecerá uno de mil dólares. Pero para eso, primero tenés que escribirlo.’
No tengo idea de si esta historia es real o inventada. La cuestión es que como en todo, le hice caso.
Desde entonces (esto sería en 2015) de todos los filtros que me pongo involuntariamente, el de la búsqueda de la perfección ya no está. Simplemente escribo, dejo fluir las #ideas y la tinta sobre el papel a través de mi mano. La culpa por no escribir ha dejado de ser un problema. Pueden aparecer otras culpas. La de no haberme preparado bien antes de un show, la de hacerlo sin ganas o la culpa por tener pereza de ir a un escenario aunque al final termine yendo. Pero ya no me pilla el toro sin texto nuevo. Yo no le pongo el precio a mis rutinas, ahora es el público quien decide cuál es mi chiste de mil dólares.

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